Hace frío. El viento mueve mis cabellos y abofetea mi rostro, pero yo sonrío. Me arrebujo en mi abrigo y sigo caminando.
Necesito pasear sin rumbo, sola y sumida en mis pensamientos. Testigo muda del presuroso pulso de una ciudad bulliciosa, a la que han empujado antes de tiempo a un abismo navideño, en pos de un consumismo implacable que muerde con más saña que este viento gélido.
Camino con paso sereno y rumbo errático, con las manos en los bolsillos y mirada atenta, dejándome empujar por el azar en cada recodo, absorbiendo reflexiva el mundo que me rodea. Escuchando conversaciones sesgadas, murmullos sofocados, y el incesante sonido del tráfico fluido. Y me pregunto cuando fue la última vez que la humanidad dejó de escuchar el silencio. Observo a los transeúntes con auriculares (yo también suelo llevarlos) escuchando su música preferida, otros hablando por teléfono, demasiados cabizbajos, inmersos en leer y responder mensajes en sus móviles de última generación, todos con paso rápido y montones de tareas en sus espaldas. Afanados en intentar estirar el tiempo para poder hacer todo lo que ellos mismo se cargan sobre sus hombros. Esclavos de un mundo tirano, que nos ha convencido de que somos super héroes sin capa. De que debemos ser los mejores en todo. Mejores padres, mejores hijos, mejores parejas, mejores amigos, mejores personas. Instalando así en nuestras mentes un chip que nos controla a voluntad, descargando en nuestra psique continuos chutes de ansiedad que nos convierte en seres frustrados, exigentes e inseguros. Pues en aras de cumplir con tan elevada meta, nos perdemos a nosotros mismos. Y ese es justo el propósito de nuestro pastor. Convertirnos en ovejas de un rebaño sumiso e infeliz, demasiado preocupado por ser perfecto y bombardeado por los medios de manera implacable y sibilina, para que ese chip siga disparando inclemente ese ácido corrosivo que transforma nuestras moldeables mentes bovinas a su antojo. Pues no sólo consiguen atarnos el bolsillo y amordazar nuestra felicidad con prototipos de belleza, de bienestar, de engañosa salud y de éxito profesional, también silencian nuestra sabia voz interior. Sí, esa que escuchaban nuestros ancestros cuando las ciudades no gritaban ensordeciéndonos. Cuando ese pastor no tenía tantos medios al alcance para someternos.
Y es ahí dónde voy. Esa voz sigue ahí, pero nadie la escucha, porque pusieron recios tapones en nuestros oídos. Porque es más cómodo, fácil y seguro, ser oveja igual a las demás que empezar a pensar como el lobo. Ser lobo suscita recelos. Y entonces el pastor lo estigmatiza para que las ovejas le den la espalda. El lobo es peligroso, dice el pastor, alejaros de él, porque os comerá. Pero el lobo sólo quiere arrancar la piel de oveja de los que lo rodean. Despertarlos. Y aúlla liberando esa voz interior, deseoso de que los demás escuchen también la suya. Pero no es así. Porque los demás olvidaron que pueden elegir ser otra cosa. Hoy día hasta necesitan un influencer que les diga lo que es más cool. Necesitan hacer lo que hacen los demás por temor a ser diferentes. Se refugian en esa piel de oveja por miedo al rechazo, a la soledad, incluso a las represalias. Y el motivo se halla impreso en nuestro ADN, ese arraigado rasgo de la supervivencia más primigenia, que nos ayudó a subsistir en grupo. El individuo aislado moría. Y esa impronta evolutiva nos ha hecho esclavos de un pastor que usa su vara a voluntad para guiarnos dónde desea.
Pero todos tenemos un lobo dentro. Un lobo que nos susurra quién somos, qué necesitamos, qué deseamos y qué hacer con nuestras vidas. Alcanzando por fin lo único que nos puede liberar, lo único que puede hacernos felices y procurarnos la tan ansiada plenitud: La coherencia emocional, la libertar de decir lo que pensamos, de expresar nuestros sentimientos y emociones, le pese a quién le pese, de estar con quién queremos, de hacer lo que nos dé la gana, sin temores de nada. Vivimos con un miedo perenne que nos enmudece y nos enferma. Miedo al qué dirán. Miedo a equivocarnos. Miedo al fracaso. Miedo al éxito. Miedo a pensar. Miedo a amar. Miedo a vivir. Miedo a ser libres al fin. Y esa es nuestra más férrea argolla: el miedo.
Por eso acallamos nuestra voz interior, por eso hemos roto con nuestro ser superior, por eso no nos atrevemos a mirarnos realmente al espejo de nuestra conciencia. Por miedo a ver desnuda nuestra alma y mostrarla a los demás. Porque creemos que necesitamos la aprobación de los demás y vivimos atemorizados por ella. Cuando sólo necesitamos aceptarnos, enorgullecernos y erguirnos. Eres tú, sí. Y eres cojonudo tal cuál eres. Quién permanezca a tu lado, tras desnudar tu alma, es quién realmente debe estar. Y cuando logremos entender eso, esa voz se alzará por fin, eclipsando el maléfico canto de sirena de una sociedad opresiva.
No hay más pastor que nuestra decisión, ni más lobo que nuestro arrojo. Y cuando descubramos que se puede elegir ser todo, que la perfección no existe a dios gracias, dejaremos de ser ovejas estresadas e infelices.
Rompamos las argollas, arranquemos ese ponzoñoso chip, desnudémonos… para descubrir que no hay frío que nos encoja ni vara que nos guíe. Que el fuego de nuestros corazones nos arropa, que ese lobo sagaz nos conducirá valeroso por los senderos más acertados, si atendemos a su aullido. Y que no hay mayor libertad que elegir, sin miedo.
Me siento en un banco de una pequeña plaza arbolada y miro al cielo. Cierro los ojos y dejo que mi piel saboree el frío, que mis labios se curven plenos, que me inunden los dispares aromas que flotan a mi alrededor, y escucho.
Sigo oyendo el barullo del tráfico, los pasos apresurados, las conversaciones estiradas, el silbido del viento cimbreando las ramas de los árboles, agudizando su alarido en las esquinas, el batir de las ropas que zarandea, y el murmullo de las hojas que arremolina en el suelo. Pero por encima de todo aquel paroxismo auditivo tan sugerente, escucho mi voz interior. Aúlla.
Mi sonrisa se amplía. Abro los ojos y suspiro. A mis pies cae esa piel de oveja, quizá me la ponga a conveniencia, quizá la aparte de un puntapié. Pero la decisión es mía, sólo mía.
Sí, se puede elegir.

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